En torno a la comunicación en el seno de la vida cotidiana
20224
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En torno a la comunicación en el seno de la vida cotidiana

En la plenitud de su vida intelectual, Jean Paul Sartre emprendió una empresa que nadie, hasta ese momento (me refiero a los años 60 del siglo pasado) había intentado: comprender todo un hombre. Hablo de su libro El idiota de la familia, basado en la vida de Gustave Flaubert. La lección que nos dejó el filósofo francés fue preciosa: no valen las generalizaciones para referirse a un ser humano, no valen categorías que vendrían a iluminar el universo. Comprender todo un hombre significa reconocer la complejidad de la existencia, de toda existencia, de cada existencia.

Una y otra vez Sartre plantea en su texto en lo que significó la construcción del ser del autor de Madame Bovary a través de una trama infinita de relaciones en el seno de su familia; una y otra vez afloran en su escritos las referencias a la comunicación; el niño Flaubert fue construido de tal manera que cuando tuvo que asumir su propia construcción lo hizo desde una base que no pudo superar en toda su existencia.

Me detengo en algunos momentos de esa vida recuperada por Sartre para reflexionar sobre lo poco que nos ayuda en la comprensión de la comunicación y la familia el uso de generalizaciones que vendrían a esparcir explicaciones con algunos esquemas a menudo sostenidos por precarios alfileres.

La comprensión no puede sino tomar como punto de partida la niñez, pero ésta se incorpora a una totalidad de sentido que la excede. La búsqueda se abre a la madre y el padre y, a través de ellos, a la época en que Gustave llegó a la luz del día. 

No es objeto de estas líneas recorrer el arduo camino que Sartre emprende, con idas y venidas, con detalles sobre detalles, para acercarse al niño, a sus padres, a la época. Me detendré en algunos de los hallazgos surgidos a medida que la lente del investigador se acerca más y más a la manera en que se fue construyendo esa existencia.

“El pequeño Gustave aprende tarde y mal a comunicarse. Los cuidados de la madre no le han proporcionado el deseo ni la ocasión de hacerlo.”1

Estamos ante un niño “mal amado y bien cuidado”.2 Dice nuestro autor: 

“Cuando la valoración del niño por el amor se efectúa mal o demasiado tarde, o no se efectúa en absoluto, la insuficiencia materna constituye la vida como sinsentido…”3

“… en él la ausencia de amor materno es directamente sentida como no amor de sí.”4

Esto abre un camino a una suerte de ensimismamiento que toca en forma directa la necesidad y la práctica de la comunicación: 

“Cuando Gustave se hunde en sí mismo, cuando sufre sus estados de ánimo, jamás se eleva hasta el deseo de comunicarse.”5

Hasta los siete años el niño no podía aprender a leer, fue su padre quien asumió la tarea de hacerlo entrar al mundo de las letras, su padre jefe absoluto de la familia, dueño de destinos y de maneras de ver el mundo, célebre como médico y como sabio. Dice Sartre:

“Al tomar la situación en mano, el médico filósofo se condenó a participar de la común condición de los padres profesores. Estas personas son execrables pedagogos.”6

Vendrá por ese camino la violencia que, interiorizada, se tornará violencia sobre sí mismo.

“… para amar la vida, para esperar con confianza, con esperanza a cada instante, el instante siguiente, es menester haber podido interiorizar el amor del Otro como una afirmación fundamental de uno mismo…”7

El niño Flaubert, a partir de la fría sobreprotección que se le ejerció en sus primeros años:

“…nunca fue soberano, nunca tuvo ocasión de vociferar su hambre en la cólera o manifestarla como un imperativo; no sintió el amor materno y, puro objeto de cuidados, no conoció esa primera comunicación: la reciprocidad de las ternuras.”8

Todo esto desembocará en su manera de ser a través del lenguaje, precioso instrumento de su existencia de escritor. Dice Sartre:

“Para él el lenguaje sigue siendo el instrumento principal, pero, por no haber sido iniciado desde la cuna en las innumerables figuras del intercambio, una distancia infinita e infranqueable lo separará siempre de sus interlocutores.”9

En fin, en este camino que apenas si alcanzo a esbozar, un tema por demás caro a quienes trabajamos en el campo de la comunicación social:

“El diálogo, para el niño Gustave –y, más tarde, para el hombre– no es la actualización por el Verbo de la reciprocidad: es una alternancia de monólogos.”10

Hasta acá esta entrada en una obra riquísima en búsquedas metodológicas y en un compromiso inmenso con lo que significa para un ser humano, para cada ser humano, la deriva de su existencia. Flaubert no creció en un espacio en el que a menudo pensamos al referirnos al entorno familiar, no fue un niño de la calle, no estuvo a merced del trato de los asilos, no se lo privó de la figura materna o paterna.

Nació y vivió los primeros años de su vida en una honorable familia francesa que no le negó cuidados, que le ofreció alternativas para estudiar, que le dejo un patrimonio… Nada interfirió en esa crianza, mucho menos, en razón de la distancia en el tiempo, la cultura mediática encarnada en la televisión, ni tampoco el entramado de las redes sociales.

Sin embargo, en ese contexto fue objeto de formas de violencia que lo marcaron en su modo de ser y de comunicar. Toda la obra de Sartre gira en torno a esto: alguien capaz de revolucionar las letras francesas con problemas para relacionarse, para expresarse con la alegría de la palabra, para sentir la fluidez del diálogo.

Estas páginas que propongo giran en torno a la violencia intrafamiliar, pero no a la generada por la presencia de la televisión, sino a la que nunca estuvo ausente en ese espacio en el cual encontramos siempre el hogar del sentido o del sinsentido.

La primera noche

La madre, una joven de alrededor de 20 años, dio a luz al atardecer en una clínica de mi ciudad. Cuando la trajeron a su habitación, sin la pequeña que había sido llevada a la sala de recién nacidos, encendió el televisor y subió casi al máximo el volumen. Acompañaba a la mujer su esposo, también joven, sentado a su lado con la mirada sujeta a la pantalla. Pasada la medianoche le entregaron la criatura, pero nada cambió: el televisor continuó encendido a todo volumen.

No imagino esta situación: me tocó vivirla hacia 1995, año del nacimiento de nuestro nieto Tomás. La escena que describo transcurrió al lado del cuarto que ocupó nuestra hija Ana. Todo siguió así hasta cerca del mediodía, cuando la pareja y la niña abandonaron la clínica.

Las primeras horas de esa recién nacida fueron invadidas por risas grabadas, gritos, publicidad, música estridente, voces de policías persiguiendo a saber qué delincuentes, frenadas, ruidos de armas empecinadas en esparcir la muerte…, todo un mar de sonidos en una mezcla atroz. Si así fue el inicio de esa existencia, no alcanzo a imaginar cómo continuó.

Afirma Vigotsky que el niño tiene ante sí la forma ideal del lenguaje y que gracias al contacto con aquélla se abre en sí mismo una interioridad que un día le permitirá decir yo. ¿Habrá sido así? Siempre lo es, de alguna manera cada ser humano interioriza el lenguaje. Pero hay caminos y caminos. Antes de la caricia, de la voz de la madre, llegó a esa niña el ruidoso borboteo televisivo.

¿Cómo vivió la criatura el proceso de “maternación” (basado en las primeras ternuras) al que alude Sartre en su texto? ¿No entró por todos lados, gota a gota, hora a hora, día a día la violencia, sea por abandono de la madre o por (y por) esas risas, música, ruidos, risas grabadas…

Porque puedo también imaginar con algún grado de certeza que vinieron luego las imágenes, en un torrente tan agresivo como el de los sonidos.

Imposible no desencadenar preguntas: ¿qué ser te dieron en los primeros pasos de tu existencia?, ¿qué te habitó ahí, en el corazón de la semilla?, ¿cómo fueron esas manos?, ¿caricia amorosa, con todo el tiempo humano, es decir sin prisas?, ¿o corrieron como quien necesita sacarse una obligación?

Algo es indudable: la niña, en las primeras horas de su existencia, fue abandonada a la televisión. Puedo inferir que vinieron luego otros abandonos. La comunicación, la primera, estuvo herida desde el comienzo en el seno de esa joven familia.

Los niños y el poder

Hacia 1985 fuimos con un grupo de colegas de CIESPAL al oriente ecuatoriano para coordinar un encuentro de comunidades de la zona sobre comunicación y cultura, con especial énfasis en la recuperación de la memoria social. Imposible detenerme aquí en todo lo sentido y vivido en esa experiencia, traigo a los fines de estas notas el relato de uno de los participantes. 

“’A mi papá le tocaba llevar, junto con otros hombres, a los patrones desde su casa hasta el pueblo.’ Cómo era eso, no entiendo bien, pregunté. ‘Entonces no había caminos en el monte alto, se juntaban varios hombres y los patrones se sentaban en unas sillas sujetas a unas tarimas, entre todos las alzaban y así caminaban por trochas abiertas a veces a machete.’ ¿Eran muchos hombres?, pregunté. ‘Sí, porque arriba iban el patrón, su mujer y los hijos. Lo me que más le dolía a mi papá eran ellos, porque desde chicos se acostumbraban a ver a toda esa gente como animales de carga.’ Pregunté por el tiempo de esas prácticas: ‘por lo menos hasta comienzos de los 50.’”

Desconozco cómo era la familia del patrón, pero puedo imaginar que a los niños no les faltaba nada, habrán crecido sin abandonos ni privaciones. Me refiero a una familia bien constituida, con mayores responsables de sus criaturas, no abandonante… Hasta ahí estamos bien.

Pero se añade a eso que desde los primeros años se comunicaba a los niños, como forma de vivir y de ver la existencia, que los demás pueden ser reducidos a animales de carga.

Y comunicaciones como ésas, sentidas sin necesidad de prédicas o discursos, son para siempre a escala de la vida de un ser humano, porque lo que así se aprende desde los primeros años es el poder sobre los demás.

Los soldados del fascismo

En 1932 fue publicado el libro Psicología de las masas del fascismo de Wilhelm Reich, obra que pudo habernos ahorrado un buen tiempo de discusiones en el campo de los estudios de comunicación social. El autor propuso una explicación para aclarar la llegada del führer al gobierno: no había aparecido de la nada un discurso capaz de llevar a las masas de la culta Alemania en cualquier dirección; si ellas apoyaban al líder la explicación no estaba en la maquinaria propagandística, sino en las familias. La condición de posibilidad del triunfo fascista era el autoritarismo en el seno de las relaciones familiares.

Pocos años más tarde, hacia 1939 (a 21 de la finalización de la primera gran guerra) esas familias entregaron a sus hijos a una demencia colectiva. Una explicación, en el océano de causas de lo vivido en este período histórico, es que los niños y jóvenes fueron alimentados por el autoritarismo; habitados por él llegaron a tal demencia colectiva desde familias que los prepararon para sumarse a ella.

La pregunta es aquí: ¿qué se comunica, qué se hace vivir a alguien para convertirlo en una pieza de semejante aventura? Reich propone que la respuesta debe ser buscada en las relaciones familiares sujetas a formas de autoritarismo.

La vida cotidiana

Nacemos en el seno de una familia (con todas sus variantes contemporáneas) que nos marcará, sea para bien o para mal. De la experiencia de nuestros primeros años podemos salir bien construidos como personas, mal construidos e incluso destruidos. 

En la vida cotidiana en familia aprendemos el lenguaje articulado, la convivencia, el amor, los afectos, los gestos, la manera de vestirnos, la preferencia por determinado tipo de alimento, la confianza en quienes nos rodean… Pero también podemos aprender la violencia como forma de solución de los problemas, el temor y hasta el terror, la desconfianza, la simulación, la sumisión.

En la vida cotidiana en familia tenemos la oportunidad de momentos plenos de felicidad y de encuentro con los demás. Pero en ella pueden producirse hechos terribles para el equilibrio emocional. Las acechanzas de la violencia están siempre presentes. La destructividad de los delicados lazos que sostienen la vida cotidiana aflora cuando menos lo esperamos, como una especie de constante en muchas familias.

Son posibles procesos, en todos los planos de la sociedad, de destructividad de equilibrios emocionales, de lazos afectivos, de seguridad, de confianza, de futuro, de ilusiones, de estima y autoestima. La tarea frente a cada nueva generación es cobijarla con la estima y permitir en ella la autoestima. La recomposición de la autoestima puede llevar años.

Sabemos que en este sentido nada es para siempre, que cada ser puede remontar esas primeras experiencias por caminos que van desde el esfuerzo de construcción personal hasta el apoyo de la psicoterapia.

Los necesarios interrogantes

Entonces… ¿de qué familias hablamos? ¿De la que abandona al niño apenas recién nacido al vocerío de la televisión? ¿De la que ya no sabe cómo comunicar ternura? ¿De la que habitúa a los hijos desde pequeños al escándalo del poder? ¿De la que siembra en la infancia un autoritarismo tal que llevará a justificar y sostener una demencia social?

¿Comunicación? En todos los casos. Por ausencia en los dos primeros, que lo no comunicado tiene también una terrible presencia; por modos cotidianos, hora a hora, día a día, que el poder y el autoritarismo se expresan de muchas maneras, se imponen por acumulación en el tejido del propio ser.

Lo que sucede en la complejísima trama de la cotidianidad no se explica por la influencia directa de la cultura mediática, como si ésta fuera a dar a un espacio vacío, a una suerte de tabla rasa que se vendría a llenar con torrentes de mensajes.

Sobre esa cuestión vale la pena revisar el texto de nuestro amigo Valerio Fuenzalida “Educación para la comunicación televisiva”,11 quien señala lo siguiente:

“Los programas de TV son interpretados desde la intertextualidad adquirida por las audiencias, y no por una audiencia vacía culturalmente. También la pragmática del consumo describe cómo la recepción televisiva se inserta en los diversos ritmos diarios de los habitantes del hogar, y la conexión con los estados de ánimo y emociones que acompañan a sus actividades…”

Primero el contexto, afirmamos, y después todos los textos que vienen a dar en él, todas las manifestaciones mediáticas del universo.

Desde el enfoque que venimos proponiendo en estas páginas, la construcción de un ser humano, de cada ser humano, está sujeta (en el estricto sentido del término y de su relación con “sujeto”) a la aventura de la vida de cada quien, aventura que bien puede moverse en el marco de lo venturoso o de la desventura.

El niño Flaubert, al que dedicó Sartre buena parte de su intento de comprender todo un hombre, no está, a más de un siglo y medio de distancia, nada lejos de nosotros. Ello a pesar de lo que aprendimos en el siglo XX, de los avances en el conocimiento de las etapas del desarrollo, de la construcción física y emocional, de bibliotecas enteras de pedagogía…; a pesar de las convenciones internacionales y de la proclamación de los derechos universales de los niños.

La cuestión primera, en el radical sentido de esa expresión, es la siguiente: ¿qué comunicamos los adultos a los niños desde el comienzo de la existencia, qué dejamos de comunicar, qué sembramos en el corazón de esa inicial relación? Lo demás vendrá a dar en esa primera trama, en un proceso siempre inacabado, en la complejidad de todo un ser humano. n

 

Notas

1. Sartre, Jean-Paul, El idiota de la familia. Gustave Flaubert de 1821 a 1857, Buenos Aires, Ed. Tiempo Contemporáneo, 1975. Pág. 146, vol. 1

2. pág. 148, vol. 1

3. pág. 149, vol. 1.

4. pág. 157, vol. 1

5. pág. 165, vol. 1

6. pág. 391, vol. 1

7. pág. 429, vol. 1

8. pág. 29, vol. 2, subrayado del autor.

9. pág. 30, vol. 2.

10. pág. 30, vol. 2.

11. Fuenzalida, Valerio. “Educación para la comunicación televisiva”, Revista Interacción, Junio 2010 pp. 30-37. CEDAL – Bogotá. ISSN 0122-2406.

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